Ayer pasé horas en un hospital acompañando a mi madre (Ya está bien).
Tantas horas en una sala de espera me hizo darme cuenta de los impersonales que pueden llegar a ser los hospitales. Pasé horas en una sala cuadrada, sentado en unos incómodos asientos de plástico que han tenido la mala suerte de ir a parar allí en lugar de una estación de tren, rodeado de carteles que recordaban que tengo que estar en silencio y que tengo que lavarmes las manos porque con ese pequeño gesto puedo salvar vidas.
De vez en cuando llegaban personas y me acompañaban en silencio, tras un educado buenas tardes, en la espera. Cuando estas personas se iban aquello se quedaba desierto, de hecho, parecía mentira que treinta segundos antes hubiera estado allí sentada a mi lado una persona. Todo se quedaba vacío, incluso yo me quedaba vacío y parecía que estuviera condenado a pasar en aquella sala de espera toda una vida bajo la luz horriblemente blanca. ¿Por qué son tan brillantes las luces en los hospitales?
Al llegar la noche todo se quedo mucho más tranquilo, como si la ciudad se hubiera dado cuenta que el último sábado de feria no es para pasarlo en urgencias.
A la una de la madrugada ya luchaba por mantener los ojos abiertos por si llegaban nuevas noticias de mi madre. No sé por qué pero me daba como vergüenza quedarme dormido allí, sé que es un sentimiento estúpido, pero es el que fue.
Poco antes de la una y media apareció una señora de unos cincuenta años acompañando a una señora moribunda en una camilla. Mi reacción al ver a aquella mujer en la camilla, con los ojos cerrados y cara huesuda fue volver a otro lado la cara. Sentí que la mujer que la acompañaba se había dado cuenta y me sentí mal, pero reconozco que fue como ver a una persona muerta. La señora que ahora se sentaba a mi lado era la hija de la mujer moribunda. No me dio las buenas noches cuando yo se las dí, pero entendí que se pudiera sentir enfadada conmigo por el gesto que había tenido.
- Es mi madre (me dijo)
- Yo también he venido con mi madre
No volvimos a hablar más en la siguiente media hora. Cuando se llevaron a su madre para hacerle pruebas nos quedamos los dos solos en la sala de espera.
- ¿Te da miedo la muerte? (Me preguntó, rompiendo el silencio)
- No me da miedo morir, me da miedo sufrir. ¿Qué le pasa a su madre?
- A mi madre lo que le pasa es que tiene demasiadas ganas de vivir. No le queda mucho, pero no quiere regalarle un minuto a la muerte, como dice ella.
- Perdón por haber girado así la cabeza cuando vi llegar a su madre en la camilla.
- No se preocupe, usted es joven y ver a mi madre puede asustar.
A las dos y media nos dijeron que podiamos entrar a la sala de observación donde mi madre dormía en un sillón y su madre seguía con los ojos cerrados y agarrando con fuerza las sábanas con unos dedos huesudos que desprendían una fuerza que no parecía de este mundo.
Al final, el sueño nos venció a los cuatro.
A las seis llegó una enfermera y nos ofreció agua y zumos. Yo, siguiendo con mi estupidez y mi negación a todo lo que tenga que ver con un hospital, rechacé amablemente el ofrecimiento.
Tantas horas en una sala de espera me hizo darme cuenta de los impersonales que pueden llegar a ser los hospitales. Pasé horas en una sala cuadrada, sentado en unos incómodos asientos de plástico que han tenido la mala suerte de ir a parar allí en lugar de una estación de tren, rodeado de carteles que recordaban que tengo que estar en silencio y que tengo que lavarmes las manos porque con ese pequeño gesto puedo salvar vidas.
De vez en cuando llegaban personas y me acompañaban en silencio, tras un educado buenas tardes, en la espera. Cuando estas personas se iban aquello se quedaba desierto, de hecho, parecía mentira que treinta segundos antes hubiera estado allí sentada a mi lado una persona. Todo se quedaba vacío, incluso yo me quedaba vacío y parecía que estuviera condenado a pasar en aquella sala de espera toda una vida bajo la luz horriblemente blanca. ¿Por qué son tan brillantes las luces en los hospitales?
Al llegar la noche todo se quedo mucho más tranquilo, como si la ciudad se hubiera dado cuenta que el último sábado de feria no es para pasarlo en urgencias.
A la una de la madrugada ya luchaba por mantener los ojos abiertos por si llegaban nuevas noticias de mi madre. No sé por qué pero me daba como vergüenza quedarme dormido allí, sé que es un sentimiento estúpido, pero es el que fue.
Poco antes de la una y media apareció una señora de unos cincuenta años acompañando a una señora moribunda en una camilla. Mi reacción al ver a aquella mujer en la camilla, con los ojos cerrados y cara huesuda fue volver a otro lado la cara. Sentí que la mujer que la acompañaba se había dado cuenta y me sentí mal, pero reconozco que fue como ver a una persona muerta. La señora que ahora se sentaba a mi lado era la hija de la mujer moribunda. No me dio las buenas noches cuando yo se las dí, pero entendí que se pudiera sentir enfadada conmigo por el gesto que había tenido.
- Es mi madre (me dijo)
- Yo también he venido con mi madre
No volvimos a hablar más en la siguiente media hora. Cuando se llevaron a su madre para hacerle pruebas nos quedamos los dos solos en la sala de espera.
- ¿Te da miedo la muerte? (Me preguntó, rompiendo el silencio)
- No me da miedo morir, me da miedo sufrir. ¿Qué le pasa a su madre?
- A mi madre lo que le pasa es que tiene demasiadas ganas de vivir. No le queda mucho, pero no quiere regalarle un minuto a la muerte, como dice ella.
- Perdón por haber girado así la cabeza cuando vi llegar a su madre en la camilla.
- No se preocupe, usted es joven y ver a mi madre puede asustar.
A las dos y media nos dijeron que podiamos entrar a la sala de observación donde mi madre dormía en un sillón y su madre seguía con los ojos cerrados y agarrando con fuerza las sábanas con unos dedos huesudos que desprendían una fuerza que no parecía de este mundo.
Al final, el sueño nos venció a los cuatro.
A las seis llegó una enfermera y nos ofreció agua y zumos. Yo, siguiendo con mi estupidez y mi negación a todo lo que tenga que ver con un hospital, rechacé amablemente el ofrecimiento.
- A mi me ocurría lo mismo al principio (dijo la señora, dedicándome una sonrisa)
De repente, un susurro lleno de vida llenó la habitación.
- ¿A mi no me da nada para beber señorita?
Su madre se había despertado y tenía apetito.
- Que cabezona eres madre. Has vuelto a ganar.
- A mi no me coge la bicha aunque tenga que venir cien veces al hospital.
Antes de irme, me despedí de la hija y de la madre. Agarré aquella mano dura y dulce a la vez, senti los huesos de sus dedos, pero sobre todo sentí sus ojos clavados en mí. Nunca vi unos ojos con tantas ganas de vivir.
- ¿Estás casado hijo?
- Si
- Vaya, esta hija mía solo conoce a hombres ya casados, al final llega la bicha y no la caso. No consigo que encuentre varon ni siquiera en el hospital. Cuida de tu madre.
- La cuidaré.
Al salir, y aún sabiendo que mi madre me iba a echar la bronca, arranqué unas flores del parque de la entrada y se las llevé.
- Esto está muy blanco, al menos un poquito de color señora.
- Gracias.
- Gracias a usted por aparecer.
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